
Por Manolo Martínez
Un día dejé de lanzar.
Así, sin más.
Hubo poco revuelo y pocas despedidas.
Los homenajes me los tuve que hacer yo.
Lo que si hubo fue silencio,
el silencio áspero de un círculo vacío
y el eco torpe de mi corazón desacelerado
sin cinta métrica.
Nadie me enseñó a deshacer la maleta
cuando ya no hubiera viajes.
Ni a doblar los días
cuando están vacíos
de entrenamientos.
¿En que armario se guardan los músculos
cuando ya no sostienen
un futuro olímpico?
Yo era fuerza, si,
y viento
y también inmadurez,
pero sobre todo era cuerpo.
Mi cuerpo fue mi casa
y mi casa, un estadio.
Ahora vivo en un mundo sin marcas
ni medidas,
donde los abrazos no se cronometran
y nadie aplaude
por levantar la bolsa de la compra.
A veces, me siento como aquel zorro del Principito.
Domesticado por la gloria,
y ahora,
con la gloria en barbecho.
Antes, el dolor era físico,
casi una recompensa.
Eran cuádriceps quemando
y frío en la punta de los dedos,
eran los tendones pidiendo tregua
como quien reclama la libertad.
Ahora el dolor es distinto…
más sordo,
más oscuro,
más del alma.
Y este cuerpo mío,
que una vez empujó el mundo,
se ha ido llenando de cicatrices.
Tengo más partes rotas y cosidas
que mis amigos de siempre.
Ellos envejecen con calma.
Yo,
con historia.
He aprendido que hay que mirar con los ojos cerrados
para reconocer los trofeos verdaderos:
una charla de entrenadores,
el café con amor a las siete y pico,
un niño que me llama “profesor”
sin saber que una vez fui gigante.
Me costó comprender
que no se fracasa por dejar de intentarlo,
sino por olvidar el porqué se luchó tanto.
Y yo luché.
Por amor.
Por respeto.
Por pasión.
Hoy sé que el espíritu también entrena.
Que hay que mantenerlo fuerte
para cuando ya no te cuelgan medallas,
solo días.
Y sabes, los días también pesan.
Pero los lanzo,
uno a uno,
con la misma rabia dulce de entonces.
Y aunque ya no esté en las calificaciones,
ni en las portadas,
todavía vuelo,
aunque nadie mida
lo lejos que llego.
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